viernes, 18 de diciembre de 2009

La habitación del hijo

Arturo Pérez-Reverte


Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras.

Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.

Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria.

Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas».

Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir».

Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Microgallineja

"Me preparé una media noche a media mañana con la intención de recrear la velada, y fue tan simple como apresar entre mis labios una luna de mortadela."

martes, 15 de septiembre de 2009

La estrella del otro barrio

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- ¿Sabes qué? Han puesto un torno de greda y unos zapatos negros a las puertas del cielo.

- ¿Ah, sí? ¿Quién va a venir?

- Es el nuevo profe de baile. Creo que también haremos talleres de cerámica.

- ¡Qué bien! ¿Es guapo?

- Sí, dicen que parece una estrella de Hollywood.

jueves, 3 de septiembre de 2009

"Eenie, meenie, miney, moe...

...catch that monkey by the toe". O, lo que es lo mismo: "pinto, pinto, gorgorito, saca la mano de veinticinco". He descubierto por casualidad un pequeño remedio contra la melancolía gracias a la casita de juguete de Ella Fitzgerald. Me encantan sus historias "jazzeadas" como la del hombre magdalena, la ratoncita Melinda, la melaza pegajosa o los dos hombrecitos que viajaban en un platillo volante. Que tiemblen los pitufos maquineros...
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martes, 1 de septiembre de 2009

Reanudación

Septiembre debería ser el mes de los buenos propósitos. Seguramente los cumpliríamos de mejor gana con bastantes grados más y algunas prendas menos que en el desangelado enero, cuando arrancamos porque no nos queda más remedio. ¿Qué no se podría conseguir durante un mes en el que voluntariamente empezamos colecciones por fascículos con la intención de completarlas? Eso es iniciativa. Sé de muchos que terminaron la casita de muñecas, la colección de frascos de perfume, el barco velero...Es la magia del regreso a casa. Los funcionarios vuelven a ocupar las administraciones públicas, comienzan las clases de danza y hay que forrar los libros nuevos o ponerles pegatinas a los heredados. "Les esperamos en septiembre, aquí en la primera"; "hasta septiembre no te puedo dar cita"; "en septiembre se reanudan los cursos de idiomas". Reanudar, qué bonito. RE-A-NU-DAR. Yo reanudo, tu reanudas...¿Volver a hacer un nudo? Claro, siempre hay que hacerlo, por escéptico que seas. Yo solo sé que es el mes de las grandes cosas. O las pequeñas cosas. Si me mudara, si me enamorara o si emprendiera el viaje de mi vida, desearía que fuera en septiembre. Es mi mes.

domingo, 30 de agosto de 2009

Aborto con metadona

Hoy he tenido una orgía de sueños, de esos reversibles que se vuelven cómicos cuando los recuerdas. La primera parte se desarrollaba en un cuarto desconocido, cálido y decadente; podría ser la casa de un prestamista judío que aparecía en una película de Ingmar Bergman. En la habitación se encontraba una de mis jefas vestida como una vedette trasnochada del Café "El Plata". Ha empezado a mirarme lascivamente, se ha acercado a mí y me ha intentado meter mano, a lo que yo he respondido con una mueca de asco tratando de simular complacencia. "No sabía que fueras tan fría" es todo lo que ha dicho. A continuación, sin aparente relación con lo anterior, me he encontrado embarazada de dos meses y desesperada por abortar (uno de mis sueños recurrentes, a veces porque llevo dentro un alien en lugar de un bebé humano). Conducía guiada por mi instinto en dirección a un hospital de Orcasitas. Una vez allí, no he tenido que esperar; nadie me ha hecho preguntas, la enfermera ya sabía lo que tenía que hacer. Durante un largo rato he permanecido inmóvil en una cama, con una vía por la que se me inyectaba metadona para reducir el feto hasta hacerlo desaparecer (era lo último en técnicas abortivas), mientras un sacerdote acechaba tras la puerta esperando a que se fuera la enfermera para cambiar la metadona por cianuro. Sería por aquello de la defensa de las familias, para acabar con las asesinas de fetos. Sin embargo, he logrado salir viva del hospital, que ha resultado ser un castillo medieval con un foso. Lo último que recuerdo es ver entrar a un buque de guerra cargado de marineros moribundos que se dirigían a Urgencias. Con metadona hasta las cejas, aunque aliviada por haberme quitado un peso de encima, no podía dejar de pensar en cuál sería el camino de vuelta a casa desde Orcasitas...

Casquería emocional

Si despojas al borreguito indefenso de la carga emocional que tienen sus vísceras no dudarás en masticarlas mientras te chorrea por los labios la grasa frita en grasa. ¿Acaso no somos nosotros mismos un amasijo de zarajos con hechuras de persona?